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jueves, enero 31, 2008

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carta extraviada
en el tiempo
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porque aquí no esta usted, me permito andar por ahí escribiendo cualquier barbaridad esperando que la lea, señorita, con su cuerpo estoico y con los ojos fijos, vibrantes. Intento imaginar sus movimientos, qué hace su cuerpo mientras lee. Porque aquí no está usted, me doy el gusto de decirle a mis amigos que no existe nadie más allá de mi papel, que no es ni será jamás usted, ni nadie, solamente un papel, quien se sacuda noche a noche entre mis manos. Puedo afirmar, con la ridícula seguridad de quién nada lo sabe, que se siente usted feliz, esté donde esté, y que no ha de volver a mi si no en esas cartas que no echa en el buzón, y que escribe desde usted, hacia mi, por usted y para usted. Porque aquí no está usted, como bien lo sabe que lo sé, se avecina un tiempo raro para mi, y no comprendo como puede uno verse tan al mismo tiempo verde y seco, y ser estéril, yermo, y saber, también, que se tiene el poder de florecerlo todo de una vez, con la sola voluntad de querer. Yo me siento así, porque aquí no está usted, ni yo tampoco estoy aquí. Más bien el tiempo, el tiempo es así, lo es todo con el paso de su paso: interminable; con el brazo de su brazo: irresistible; con la razón de su existencia: inexplicable.
Y envejecen así los hombres, viendo envejecer a sus madres, y así envejecen las mujeres, viendo morir a sus hombres, y el mundo es tan nuevo cada vez que muere alguien para aquellos que lo lloran, que imagino el desaliento de los viejos al pararse en la ventana y ver las cosas que quedaron en el medio, las mujeres que quedaron en recuerdos, los lugares que sus ojos nunca vieron. Yo no seré viejo por un tiempo, y no quiero recordarla en la ventana, con la sed de madrugada o la sal de mis mañanas, como aquello que quedó incompleto, como una vieja carta siempre sellada. Porque aquí no está usted, señorita, aquí la quiero aquí, y no quiero recordarla para nada.
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de edwardo almereyda. "las cartas, los versos, las mañanas y el tiempo"

viernes, octubre 12, 2007

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.Corazones de otro mundo.




Se llenó la boca con historias de dioses y néctar de flores. Meses y meses, pelos y besos, esperando sorprenderla, esperando enamorarla, esperando entonces que fuera suficiente enamorarla para tenerla.
Y le mostró su casa y le mostró las cosas que lo hacían más feliz, y le contó las sombras que de noche le enfriaban los tobillos. Le confió sus cuchillos, le confió todas sus armas, compartió con ella toda su colección de fantasmas. Esperando enamorarla, esperando siempre entonces que fuera suficiente enamorarla.
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Le mostró su condición de red, de amigo fiel, de amante que se duerme en brazos y despierta siempre algún despertar distinto a los demás, al despertar. Y lloró por su belleza, lloró por sus proezas de artista en busca de verdades de esas de las que es difícil su encontrarlas. Lloró por sus dolores. Esperando enamorarla, siempre.
Y entonces cuando al fin los ojos se abrieron más que nunca, cuando las lágrimas se unían, cuando los dos iban pero nunca más volvían, ella se fue, dejando estelas en el agua, clavando espejos en el alma, como un pez cuando no nada, si no que se resbala por las piedras de los rios, de las manos, de las palmas. Se fue infinitamente enamorada, de: la música y la magia de su mano en la espalda, de la imposibilidad de hacer real lo que en los sueños de los dos, lo que en la habitación que separaba el mundo del mundo, vibraba en cada una de las cuerdas de su cuerpo, desnivelándola, desvaneciéndola hasta volverla toda espalda.
No era real cuando la calle, los teléfonos los autos, el trabajo, el mundo entero, lo volvían hacia adentro, lo dejaban sin aliento, lo hacían cobarde y molesto, y la red se convertía en solo agujeros: un montón de espejos ciegos.
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Le dejó entre los agujeros: tiernas palabras de amor que nunca dijo, olas de agua salada por romperse entre sus brazos, alas de mariposa en las sonrisas de las tardes de verano que nunca les llegaron, un vale del subte, por una noche gratis en algún hotel del centro, y el dolor de estar dándose cuenta que a las flores de este mundo solo les da vida verdadera agua de la misma tierra en la que nacen bajo el sol. Y no le molestó perderla tanto como haber podido sostenerla solamente por el corazón, y haber sido tan raro, tan intenso o tan pesado, que costara tanto quedarse a su lado.
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de "El libro de los hombres mudos" último verso.

jueves, octubre 04, 2007

control de plagas




Sobre el pueblo, lo aviones del control de plagas surcaban el cielo y arrojaban más y más incecticida. El mar se tiñó de verde hasta la segunda rompiente por dos días completos. Los insectos de morían. Akira estornudó dos veces esa tarde, y sus hermanos pequeños la observaron en silencio limpiarse la nariz o recorrer la costa y juntar las langostas muertas.

Como resultado de la fumigación, todas las langostas se murieron o volaron lejos, y se calcula también la muerte de 50.000 hormigas, 14.000 orugas, 120.000 escarabajos de arena y sesenta y seis luciérnagas; demasiado. Con las cosechas arruinadas totalmente por la invasión, Lautaro era ahora un muchacho pobre. Con las manos complétamente verdes de arrancar langostas de los árboles junto a sus abuelos, a Laurato le quedaba poco para dar, y lloraba sin consuelo en la escollera, que piadosa acallaba sus gemidos con el impotente romper y romperse de las olas en las rocas. Lautaro lo sabía todo, como continuaría: Akira se quedaría por tres noches más, a esperar que él se volviera un "hombre", levantara a su abuelo de los surcos que quedaron y se subieran juntos, ella y sus hermanos, él y sus abuelos, al primer barco que pasara por el puerto, rumbo a no importaba dónde. Esperaría por tres noches, y si no se iría ella, dejándolo atrás.

Lo que Lautaro no entendía, era que Akira se moría cada vez que amanecía en ese pueblo, en esas dudas, en esas alas que a él no le crecían. Lo que Akira no entendía, era que Lautaro amaba callado, en su mundo privado, donde solo era sagrado el amor que le tenía, y que así la protegía.

Y pasaron los tres días, tres semanas pasaron, y al fin, en el silencio de siempre, ella se despidió de sus ojos verdes, se despidió de su hombre mudo sin tenderle ni la mano, pero deseándolo a su lado.

Ya nunca volvieron a verse. Y una vez al año, cada vez que las cosechas nuevas crecen y las langostas aparecen, Lautaro piensa en la arena que arañó deseando una invasión que destruyera todo alrededor, para que el hambre se llevara a los demás y quedaran tan solo ellos dos. Lautaro piensa y no para de temblar, y el pecho le duele cada año un poco más, en un grito de viento y de carne que no le acaba de salir jamás:
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de edwardo almereyda. "El libro de los hombres mudos"

lunes, septiembre 24, 2007

La historia de Ana, de sus manos y de sus huesos





Emilio tenía nuestra edad y lo conocíamos hacía años atrás. Nunca le gustaron las mujeres de huesos grandes, siempre lo decía cuando discutíamos, y nos dejaba sin argumento alguno para responderle. Apelaba a esa subjetividad que tenía, de increíble profundidad y potencia, y nos dejaba mudos.
No era como nosotros, eso lo teníamos bien claro, y bastante tiempo nos costó comprenderlo. No por ser un ser sobrenatural ni mágico, mucho menos poderoso. Diría que como el resto de los seres humanos como uno no poseía talento alguno. O sea: no nos aventajaba en nada a los demás, salvo por esa fenomenal fuerza en sus convicciones, y la no menos fenomenal cuestión de que fueran estás las más estrambóticas que hubiéramos escuchado. Uf, (respira). Lo vimos en abril la última vez. Sabemos que era abril porque recordamos la insistente recurrencia de los poetas y los músicos hacia el mes de abril, hacia los lunes, hacia el otoño, para ilustrar una sensación, cualquiera que esta fuera, y él como siempre defendió estos vicios con toda su pasión y acabó por convencernos.
Era abril entonces y nos vimos en el río. Teníamos cerveza y cañas de pescar, teníamos además unos veinticuatro años y la vieja sensación de que el futuro no existe que también tenemos hoy. Al atardecer encendimos un fuego tranquilo y bebimos en silencio los seis. No sé como fue que empezó a hablar tiempo después de las mujeres de los huesos grandes, otra vez. Y nos contó la historia de Ana, de cómo la conoció de golpe y repente en el medio de un salto al vacío que no había querido dar, pero ella sí.
Yo la conocí en verano muy poco y lo cierto es que me gustó. No se lo dije porque no nos pareció prudente, lo veíamos demasiado metido. Nos contó de un viaje al medio del hielo en un glaciar, de unas manos que le parecían perfectas, tan perfectas que le daba a veces miedo mirarlas, nos contó muchas cosas y se mezclan en la noche con historias de viejos amigos y de cosas de esas que se pierden con el tiempo.
“Esa mujer, en los huesos no tenía nada” dijo al fin. Y yo pensé que en los huesos uno tiene tantas cosas agarradas al centro mismo de nuestro cuerpo, cosas de esas que se pierden con el tiempo y que están ahí, latiendo, que me parecía demasiado triste, además de imposible, que Ana, la de las manos perfectas como hojas de árbol y que hasta daba miedo mirarlas, no tuviera nada de nada, pero me callé porque además todos rieron cuando lo dijo. El permaneció serio porque algo le dolía, y porque estaba acostumbrado a nuestra risa que tan bien le hacía. Nos dijo la verdad sobre sus huesos, tan profundamente la había conocido. Nos dijo que no eran grandes como habíamos pensado, y ya nos parecía que si tanto le gustaba era porque tan grandes no los tenía (pero lo cierto es que parecían no ser nada chicos y tal vez por eso no la veíamos como ese tipo de chicas que a el podían gustarle). No explicó nada bien lo que pasó. Algo así como que al volver de un viaje, será aquel del hielo, ya no volvió a verla por un tiempo, porque ella desapareció una noche. Que una noche fue a buscarla a la pensión y ya no estaba más, nos dijo. Y no tuvo manera de buscarla. No tenía nada, absolutamente nada en Buenos Aires que no fuera esa pensión, y el dinero que sus padres le mandaban desde no se supo nunca qué pueblo al norte de Santa Fe, que no hubo nunca forma de localizar. Ella podía desaparecer en cualquier instante y chau, nunca más Ana, nunca más manos, nunca más tener las ganas locas de abrazarse para siempre al centro de su cuerpo, al pálido vacío de sus huesos, dijo.
Nos reímos otra vez, porque le faltó el violín entre las manos para ser el perfecto cliché del melodrama. Pero eso que decía lo sentía de verdad, como los lunes y como los otoños. Y supimos entonces de la forzada resignación y de la tristeza, de las noches oscuras en bares y en esquinas, de las drogas y la furia, de cómo perdió en aquel tiempo todo rumbo en el que hubiera creído, y mil historias de huesos y besos que robó con la facilidad de robar algo que no nos importa.
Ana regresó en otoño, un domingo como todos. Fue un regreso suave y silencioso. Lo besó en cualquier parte de la cara en el medio del abrazo que el no pudo evitar darle, y que les dolió tanto a ambos, y no le explicó nada y el tampoco preguntó. No sabemos qué fue lo que le pasó, pero había vuelto a despedirse y no se sacó los guantes por piedad, y esa piedad a él lo golpeaba más que verle las manos, esas manos ya no suyas y en cambio si de otro y que serían siempre perfectas. Porque era otro hombre lo que la alejaba, y eso fue lo único que ella le dijo. No sabemos si mintió o si dijo la verdad porque él no pareció estar muy convencido, pero pudo ser la necesidad de creerla sola y en algún lugar de ella todavía queriéndolo.
“Lo cierto es que se fue” nos dijo tras cerrar los ojos bajo las estrellas. “Y no quise saber donde, ni con quién. Se me fue y yo no pude hacer nada de nada para frenarla, no supe como convencerla de que me quisiera, y debe haber sido porque en verdad no me quería”. Y yo ví su dolor, se lo ví en los ojos, como en las películas. No había visto nunca tanta verdad en los ojos de un amigo y ví sus huesos, cansados, y supe que nos conocíamos ahora tanto que podría contarle de mi vida y de mis días de humedad y de neblinas, y esa noche fue como dar a luz un verdadero amigo, sin querer, sin pensarlo, como pasan las cosas importantes, esas que tiene uno en los huesos, esas cosas que se pierden con el tiempo. Fue lo último que dijo, y me acuerdo que temblaba como un chico asustado. Se le dibujó una sonrisa de sorpresa y pareció arremeterle un halo de alegría, y guardó silencio, al fin, hasta que, al fin, se hizo de día, y nos fuimos cambiados, con los huesos desnudos, y el corazón entre las manos.
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de Edwardo Almereyda. "el libro de los hombres mudos"

domingo, septiembre 23, 2007

El que fué poeta



El, que fue poeta tantas noches, que tuvo cosas para dar, cosas sin nombre. Yo no sé qué le pasó, pero una tarde de un otoño amargo, casi rancio, quemó su nombre en una hoguera. Lo escribió en una hoja de papel y lo quemó: "Dominga Marcial" escribió, y lo quemó.
Sin lágrimas, sin aires de dignidades que le eran ajenas, sin dolor, sin nada, su rostro aparecía estupefacto en el reflejo de ese fuego. El bosque observaba en silencio el arder de su propia madera, y era de noche y al agua del lago daban ganas de llorar mirarla.
Mientras tanto, en otra parte ella, una mujer que no lo quería, ardía sin poder saber por qué. Otro lago se formaba en aquella habitación vacía de algo, no salía de su pecho, el fuego salía de un lugar sin nombre en el cuerpo. Otro bosque se formaba, y crecía y observaba, en el silencio, el brotar de su propia madera.
Yo no sé qué le pasó. Esa mujer no volvió a verlo, ni él volvió a sentir tanto bosque entre los brazos como cuando la abrazó la última vez.
Vivió siempre entre los edificios. "La ciudad me mantiene distraído" me dijo una vez, "y mi mujer nunca se entera si me voy de putas, no es como en los pueblos chicos". Yo no sé qué le pasó, él que fue poeta. Si se cansó de perder tiempo en vivir vidas imposibles, de tener amores de cine, o si habrá querido hacer del resto de su vida la más absurda poesía. Pero se la pasa en el bar, tomando grapa o vodka, y nos cuenta historias del pasado, de cuando escribía versos gastados, y del día en que la mujer que amó se convirtió en árbol.



de Edwardo Almereyda. "El libro de los hombres mudos"

jueves, septiembre 20, 2007

El ridículo arte de morir por amor



Se cansó de vomitar estrellas, harapos de nubes, y cosas. "Fue una noche inolvidable" se dijo, y decidió no dedicarle los mejores años de su vida, para que él no los consumiera tristemente.

Se marchó una primavera, dicen que con un gitano rudo, curtido por el sol y duro. Que se fueron para el sur, con una motor home descalabrada y otros hombres y mujeres de la ruta. Y que se casaron en una capilla cerca de Trelew, en un publito sin arroyos y sin lagos. Dicen que él gitano le pagó al cura para que obviara los documentos, y que ella renunció a su nombre como si no le doliera en absoluto. Así de digna era, así la recordaba.

El estuvo en las ciudades un tiempo más, y salió un seis de abril, en un tren al fin del mundo. Y contaron en cada estación que lo vieron bajar del tren y gritar su nombre, como quien busca una hija que se le ha escapado de la mano por un momento. Que los que no lo creyeron loco, lo creyeron tonto y lo gastaron. Pero el llegó hasta el último confín, y vió todos los lugares con la misma pasión y con la misma emoción y entonces una tarde en una villa despojada la encontró. Con su hijo en brazos y apoyada en la arcada de una tienda de bebidas, la encontró. El gitano estaba adentro y bebía con los hombres. Apostaban al gallo más petiso que saltaba endemoniado, dando miedo al retador.

Entró y pidió whisky, le ofrecieron vodka puro y aceptó. Ella ya lloraba, y el gitano se mordía el pulgar mientras buscaba en el bolsillo su navaja de afeitar. El no tenía armas que blandir, y esperaba quieto en su lugar, con la vista fija en su boca, en esa boca tan hermosa de ella, que nunca dejó de quemarla desde entonces. Con sus ojos de fuego le marcaba la boca, desgarrándola para llevársela con él como última imagen.

Y un solo golpe bastó. Un solo tajo, sin violencia, seco y duro, y se desangró como un cordero, con desgano. Incluso su cuerpo pareció irse también.

Pero ella no lloraba entonces. Se tenía la boca como si se le fuera a salir, y palmeaba a su bebé en la espalda hasta que al fin durmió. Y se fueron por la noche, en caravana. y el gitano ordenó guardar luto por el dolor de su mujer, hasta que se fundieron con el sol de la mañana, que alumbraba las montañas como si fueran de mentira, un fondo de cartón pintado, un engaño para sus ojos cansados.

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de Edwardo Almereyda. "El libro de los hombres mudos"

viernes, junio 29, 2007

El conde y sus promesas

No culpe usted al tiempo, señorita. No culpe usted a la suerte. No culpe usted a nadie, y señaleme con el dedo, o llameme con las estrellas. Allí estaré, con los años que tengan que ser a cuestas, pero con la misma imaginación radiante, listo para besarla, justo cuando el reloj de las doce y la ciudad se convierta en un reino mágico de fantasías.
Y si no, no culpe usted al tiempo tampoco, si todo es tan concreto y nos separa un sinfín de imposibles realidades y supuestos, y prejuicios y de miedos. Entonces, no culpe usted al tiempo, ni a la suerte que no ha sido. No culpe usted a nadie, y no se aleje demasiado ¿sabe usted? yo sé volar en las condiciones adecuadas. Eso no sería un problema si me llama.

De Edwardo Almereyda "relatos fuera de campo"

miércoles, marzo 14, 2007



ascensor bruscamente y largo pasillo con decisión. No, como de costumbre, prender la luz, la pared: distancia, su departamento: avanzar. tenía perfecto dominio del espacio en el que se hallaba. no tan fácilmente, la puerta se hinchaba con la humedad y las maderas del piso. Para entrar como un ladrón en su propia casa vergüenza.
Se había dejado estar y casi no se había dado cuenta del paso del tiempo. Ni siquiera las incontables plantas. La obligación se sentía mal. O sería tal vez porque nadie en ese tiempo, ni siquiera quienes lo habían prometido, y ni aunque sea por haberlo ilusionado.
Se miró los pies y miró pasar el tiempo. Tenía hambre hace rato. Pretendía tener otras cosas, las. Luego de quién sabe cuanto tiempo, el abrigo lo colgó del respaldo y lo colgó en el placard, la habitación le daba pereza. La cocina, la llave del gas, heladera olla calentar, fumar, volvió y lo encendió sillón, cenizas en el piso, esa noche en la calle lloró y tembló.
Decidió que ya no. Miró el reloj, sueño se mantuvo despierto, empero. El final del día, y aún ciudad, departamento, sillón.
música nada whisky despacio, como las personas importantes.
Mejorar sabrá bien, saberá. Será nomás mejor mañana, ¿no?.

domingo, marzo 11, 2007


Ella pareció, de pronto, entristecerse.
"Habrá sido algo que yo he dicho", pensé.
"Habré hecho algo que la pertubara,
o habrá recordado súbitamente algo
que la ha amargado", pensé.
Entonces sentí nuevamente el sol picar en mi cuello,
tras haberse tapado momentáneamente por una nube,
y comprendí asi por qué razón se ensombreció su rostro.

Sonrió otra vez, aunque algo amargamente aún.
y asi supe, puesto que yo no podría mover las nubes
ni reverdecer un árbol que se ha marchitado,
que jamás podré hacer algo frente a semejante tristeza.
Desde entonces ya no intento remediársela.
me limito asi, a compartirla con ella.

martes, febrero 13, 2007


Eduardo 1,2,3,4.



1
Los álamos se agitaban brúscamente con el viento. Eran dos, altos, delgados, con un fondo de cielo. Se agitaban ruidósamente sin cesar. Sus hojas brillaban al sol. Atemorizantes se agitaban, constantes, estridentes, sin cesar. Y parecían reir orgullosos de su agitarse. Con el tronco frío y flexible, bailaban enterrados en la tierra cálida, jugueteando con ella, coqueteando, quedándose siempre allí. Aturdía el entrechocar de sus ramas, el aletear de sus hojas, el suave crepitar del interior de su tronco. Y morían luego, abandonados a la quietud de la noche y el silencio.
La imagen perduraba en la consciencia de Cristian. Sin saber a qué atribuirla, como interpretarla, sin poder siquiera percibirla completamente, Cristian la conocía de memoria. Y retornaba aquella imagen extraña, crónicamente una noche cada tanto a arrancarle algunas lágrimas. Son saber por qué, sin saber de donde ni como, Cristian recordaba con nostalgia su infancia.

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2
De dos en dos, esperando en la fila para entrar al probador y cambiarse, los empleados de La Tienda conversaban formalmente. Cristian en el medio de la fila y en silencio percibía de manera casi dolorosa el calor de Naturelle. Silenciosa Naturelle siempre tan calma y tan desolada. Paciente Naturelle sin exigir nunca un trato, una convención, una razón por qué juzgarlo. Con el uniforme en los brazos, con los ojos exiliados, con los labios más hermosos que jamás hubiera visto. Naturelle entrando y Naturelle cerrando la puertita, o Cristian al imitarla, fingiendo una calma "profesional y seguro de si mismo. Un trabajador empeñado en mejorar y en brindar la mejor atención al cliente más exigente". La sonrisa nueva de cada día. Un actor para la realidad insoportable de quitarse a Eduardo del cuerpo y transformarse en "Cris. Empleado número 34, sucursal Callao".
Tan así era, tan así era de asfixiante.
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3
¿Dónde está mi hijo, el que se trepaba a la magnolia y me cortaba flores? como un monito, como un regalo perfecto, por el placer de hacer el bien. Y ahora está tan triste todo el tiempo, tan pálido y apagado. Cabizbajo, sentado a la mesa y comiendo. Intentando cada tanto conversar sobre algo, pero ya nada le interesa. Qué vacío se lo ve, qué le estará pasando, vive tan lejos y viene ya tan poco, qué estará pensando. Ya no puedo entrar en él, ya no puedo comprenderlo, qué estará pidiendo.
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4
Cristian, orgulloso como siempre, trabajando por dinero, para seguir trabajando por dinero, para seguir trabajando por dinero, esperando enamorarse o encontrarse, alguna vez, con un verdadero deseo. Existiendo mientras tanto. Sin notar que ya ha sido neutralizado, y que ya ni puede enamorarse ni puede rebelarse, ni puede separarse de su traje de hormiga. Autómata, Cristian espera atrapado en la inercia, vaciado de vida, que cambie todo.

domingo, diciembre 17, 2006

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una maraña. eso es, exactamente, lo que queda de Eduardo cuando la señorita Laura Sal se va de su casa.
hecho una confusión queda Eduardo cuando Laura Sal se va. Cuando Laura Sal abraza el abrazo que Eduardo le arroja. Es, con esa pesadez y esa suavidad (mezcla de tempestad y lucidez)con la que se abrazan cuando se abrazan, que se abrazan Eduardo y Laura Sal cuando Laura Sal se va.
Casi siempre en una esquina,un abrazo honesto y desgarrado: desgarrador abrazo. desgarrador porque, no sabemos bien por qué, siempre parece una despedida.
Una maraña. eso es, excactamente, lo que queda de Eduardo cuando la señorita Laura Sal se va de su casa.
Un alivio para tanta desesperación de saberse enloquecidos. Porque si, porque si no estarían perdidos, piensa Eduardo, porque si no no sabe si no sería definitiva la locura que lo asalta cuando el ojo brilla en su ventana, en su espejo y en su cama. Se van Eduardo y Laura Sal, prometiendo volver, pero en realidad sin prometer nada, prometiendo no necesitar prometerse tanto, siempre y cuando las promesas no se digan ni se hagan y se cumplan, no ya por promesas y ya si porque así lo sientan.
de Edwardo Almereyda "despedidas"

lunes, noviembre 20, 2006

agrandar el rincón.
tuvo la espectacular idea de esconder, en su propia casa, un
pequeño tesoro de recuerdos, de fetiche, y le pegó una etiqueta que
rezaba "nostalgia asegurada por el resto de tus días". lo escondió
donde no pudiera verlo, y pretendió olvidar donde lo había
escondido, incluso lo que pretendió olvidar era que lo había
escondido. Un pequeño tesoro de recuerdos, de fetiche, con una
etiqueta que rezaba "nostalgia asegurada por el resto de tus días".
Pero no fue suficiente. pero no le fue suficiente.
se tatuó un par de estrellas que robó de una habitación en la que
jamás había estado. en verdad, se las habían tatuado, y le gustaba
como le quedaban. colocó un letrero en el espejo, que rezaba "esas
estrellas no te pertenecen". durante días al salir de la ducha se
veía en el espejo y recordaba, gracias al letrero que rezaba "estas
estrellas no te pertenecen", que no debía cometer alguna locura.
Pero no fue suficiente. pero no le fue suficente.
habló con sus mejores amiguitos, y con su mejores amiguitas. les
dijo que no quería tener nunca más poder sobre alguien. les pidió
que recordaran su deseo, les pidió que le recordaran su deseo. y
sus amiguitos y sus amiguitas le decían cuando lo veían la manera
en que sostenía la cerveza que lo sostenía a él: "nunca te olvides
que no querés tener poder sobre nadie". y el agradecía y se bajaba
de esa nube. se sentaba en una mesa con ellos y con ellas y les
agradecía que le hubieran recordado que no quería nunca más tener
poder sobre nadie.
Pero no fue suficiente. pero no le fue suficiente.
asi es mi viejo. hay que andar atajando penales hoy en día. quevacer.

lunes, noviembre 13, 2006

declaración.

"El acusado" quisiera saber si le gusta la música brasileña. o qué música pone cuando se levanta a la mañana. porque él nunca pone la misma, pero sabe que hay gente que si lo hace. También, dice, quisiera saber cuantas otras sorpresas tiene guardadas, porque desde que por primera vez tuvo el coraje de acercarse a ella, no ha dejado de sorprenderlo ni una sola vez. Dice que no quiere jugar a enamorarse, porque teme que, como cuando niños, acaben confundiendo el juego con la realidad, y es que (y esto me lo ha dicho solo a mi, por lo que es completamente confidencial y me ha pedido que no lo repita jamás de no ser estrictamente necesario) ya se ha imaginado como sería estar enamorado, y le ha parecido por demás bonito, por lo que prefiere prevenir que curar y alejarse de esos problemas. Dice, asimismo, creer que ella podría enamorarse también, y que al mirar sus ojos aquella mañana recordó no sé qué frase de no sé qué película de no sé qué director español (en este punto desvaría en su declaración relatando los pormenores de la historia de la precitada película, en donde una muchacha se da cuenta que el hijo de su padrastro se ha enamorado de ella, y dice para si misma una frase de lo más bonita que no consigo recordar exáctamente, por lo que prefiero excluirla de este informe). Acaba finalmente por volver a su relato, y lo finaliza diciendo que justo cuando iba a repetirle aquella frase de lo más bonita que no consigo recordar y que he excluído de este informe ella le formuló una pregunta que lo importunó (dice que no la recuerda con precisión) y que prefirió entonces no decir nada, "no sea cosa que me mandaba una cagada", dice.
También menciona que sus intenciones jamás fueron de carácter negativo, y que solo actuó como creía moralmente correcto, o por lo menos moralmente neutral, y dice que se anima a decir que no considera correcto que se lo juzgue por sus actos, ni por las consecuencias de los mismos, porque "el destino, en cuestiones del corazón, es más sabio que los seres humanos", y agrega que se siente inocente, y se sentiría muy honrado si se le permitiera hablar con ella (me parece notar, en este punto, una lágrima que amaga desde su ojo derecho). Le respondo inmediatamente que no se le permite visitar a su víctima, bajo ninguna circunstancia, y que así seguirá siendo hasta que se halla esclarecido su caso. Ofendido se levanta y afirma no tener nada más que decir. En este punto me da la espalda y deja de hablar, por lo que considero oportuno dar por finalizada su declaración. Apago el grabador, cierro mi carpeta y me despido. Me dirijo hacia el pasillo y hacia el salón de al lado. Sé que allí espera ella, su víctima (catalogada también en el informe como "la acusada") para que le tome declaración. Mientras ingreso al salón me pregunto (y considero oportuno dejarlo sentado en el presente informe) si habrá en el mundo otro crimen en el que las víctimas sena, al mismo tiempo que víctimas, los acusados y los culpables del delito. Me siento entonces frente a ella, y justo antes de encender el grabador recuerdo la frase mencionada anteriormente y se la digo. Ella me mira sin entender: evidentemente mis palabras no han significado nada para ella. "¿qué quiere saber?" me pregunta.
Será tal vez que no ha visto la película.


de edwardo almereyda "amores que han hecho daño". Segunda parte.

sábado, noviembre 11, 2006

Sintió su aliento en la parte que no es la palma de su mano. sintió su perfume en su camisa. él que extrañaba que es una barbaridad otros perfumes y alientos. él que le teme a la oscuridad, y le teme a quedarse solo aunque sea un solo día. El, si él, que tiene los brazos colgando a los lados del sillón. él que ha llenado el cenicero. que no tiene piernas para levantarse e irse, pero que no tiene huevos suficientes para quedarse, se quedó, y tuvo miedo.
Y ha bebido tanto whisky, y ha esuchado tanta música, y se ha quedado seco, anclado, esperando quién sabe qué. Sintió su aliento en la parte que no es la palma de su mano. sintión su perfume en su camisa. y también sintió cosas que no sabemos, y comprendió que su lugar era otro. y entonces le regaló su juventud. y la dejó partir con su aliento y su perfume, para que se los obsequie a alguien que verdaderamente la merezca.

senku. un corto de A. Dillon. que tal vez se estrena en diciembre.

martes, octubre 10, 2006

Carta con violines
El melodrama. melodrama. melo drama...
"Estimada señora: quisiera saber qué pasa por su mente al leer estas líneas. No se imagina cuanto añoro nuestra charla frente al lago. Quedó trunco mi divague, gracias a no se quién que llegó a saludarnos. Yo quería besarla, lo admito.
Quisiera saber, le digo, qué ocurre con su cuerpo cuando lee estas líneas, y es que me gusta imaginar que me acompaña en el sentimiento, quién sabe. Me temo que somos pasajeros de un tren más bien fantasma. Incluso temo ser yo el único pasajero, y que usted se halla quedado en la estación. Tal es mi temor ya que nunca he recibido respuesta suya a mis cartas. En ese caso tendré que hablar con el maquinista para que me permita bajar en la próxima parada. Y es que no tiene sentido seguir jugueteando con la idea de que usted me quiera.
Ande querida señora, tiene usted mi dirección: mándeme una carta y póngale al sobre el perfume que usted usa. Y entonces, aunque el contenido esté en blanco, sentiré su aroma y sabré que usted viaja conmigo."
Cerró el sobre e inmediatamente lo arrojó por la ventana. Enviarlo hubiese sido un acto de valor y él se consideraba un respetable cobarde. salió de su estudio y entró al comedor. besó a su esposa en la boca, se caló el somnbrero y salió a tomar el tren rumbo a la oficina. al llegar a la estación se detuvo un momento. observó por si acaso [fuera de campo] una breve sonrisa se dibujó en su boca...
de Edwardo Almereyda, "Amores que han hecho daño".

sábado, octubre 07, 2006

Nº2 [muchacho, estás solo]
Me conformo con mirarte. con verte me alcanza. Una vez, cada tanto, como para no olvidarme como es tu cara. y es que al parecer soy tan diferente a lo que a ti te gusta, a lo que te hace bailar. Entonces con verte, ya es suficiente.
He ido esta noche, dignidad aparte, porque te quiero. Pero bien, eso creo que lo sabes. y de qué sirve la dignidad en estos casos, y es que todo se ha vuelto tan raro, parece como si fueramos dos viejos amigos, pero nos hemos visto solo unas ¿tres veces?. En fin: es la modernidad que se caga en el romanticismo que supone la distancia y mantiene todo unido: "Comunicación por sobre todas las cosas".
Que te quiero te decía, aunque sea difícil de creer. y por eso he ido y me he sentado ahí, sonriéndome porque me causa gracias la ironía, que debería de hacerme llorar.
Y como de costumbre, todas las canciones hablaron de ti. no busqué una mirada cómplice por sobre el hombro de tu marido, pero dudo que haya existido. le eché al barman diez de propina, me acabé la cerveza de un trago. subí el cuello de mi sobretodo y eché a caminar.
fragmento extraído de: Edwuardo Almereyda, "Amores que han hecho daño".