La historia de Ana, de sus manos y de sus huesos

Emilio tenía nuestra edad y lo conocíamos hacía años atrás. Nunca le gustaron las mujeres de huesos grandes, siempre lo decía cuando discutíamos, y nos dejaba sin argumento alguno para responderle. Apelaba a esa subjetividad que tenía, de increíble profundidad y potencia, y nos dejaba mudos.
No era como nosotros, eso lo teníamos bien claro, y bastante tiempo nos costó comprenderlo. No por ser un ser sobrenatural ni mágico, mucho menos poderoso. Diría que como el resto de los seres humanos como uno no poseía talento alguno. O sea: no nos aventajaba en nada a los demás, salvo por esa fenomenal fuerza en sus convicciones, y la no menos fenomenal cuestión de que fueran estás las más estrambóticas que hubiéramos escuchado. Uf, (respira). Lo vimos en abril la última vez. Sabemos que era abril porque recordamos la insistente recurrencia de los poetas y los músicos hacia el mes de abril, hacia los lunes, hacia el otoño, para ilustrar una sensación, cualquiera que esta fuera, y él como siempre defendió estos vicios con toda su pasión y acabó por convencernos.
Era abril entonces y nos vimos en el río. Teníamos cerveza y cañas de pescar, teníamos además unos veinticuatro años y la vieja sensación de que el futuro no existe que también tenemos hoy. Al atardecer encendimos un fuego tranquilo y bebimos en silencio los seis. No sé como fue que empezó a hablar tiempo después de las mujeres de los huesos grandes, otra vez. Y nos contó la historia de Ana, de cómo la conoció de golpe y repente en el medio de un salto al vacío que no había querido dar, pero ella sí.
Yo la conocí en verano muy poco y lo cierto es que me gustó. No se lo dije porque no nos pareció prudente, lo veíamos demasiado metido. Nos contó de un viaje al medio del hielo en un glaciar, de unas manos que le parecían perfectas, tan perfectas que le daba a veces miedo mirarlas, nos contó muchas cosas y se mezclan en la noche con historias de viejos amigos y de cosas de esas que se pierden con el tiempo.
“Esa mujer, en los huesos no tenía nada” dijo al fin. Y yo pensé que en los huesos uno tiene tantas cosas agarradas al centro mismo de nuestro cuerpo, cosas de esas que se pierden con el tiempo y que están ahí, latiendo, que me parecía demasiado triste, además de imposible, que Ana, la de las manos perfectas como hojas de árbol y que hasta daba miedo mirarlas, no tuviera nada de nada, pero me callé porque además todos rieron cuando lo dijo. El permaneció serio porque algo le dolía, y porque estaba acostumbrado a nuestra risa que tan bien le hacía. Nos dijo la verdad sobre sus huesos, tan profundamente la había conocido. Nos dijo que no eran grandes como habíamos pensado, y ya nos parecía que si tanto le gustaba era porque tan grandes no los tenía (pero lo cierto es que parecían no ser nada chicos y tal vez por eso no la veíamos como ese tipo de chicas que a el podían gustarle). No explicó nada bien lo que pasó. Algo así como que al volver de un viaje, será aquel del hielo, ya no volvió a verla por un tiempo, porque ella desapareció una noche. Que una noche fue a buscarla a la pensión y ya no estaba más, nos dijo. Y no tuvo manera de buscarla. No tenía nada, absolutamente nada en Buenos Aires que no fuera esa pensión, y el dinero que sus padres le mandaban desde no se supo nunca qué pueblo al norte de Santa Fe, que no hubo nunca forma de localizar. Ella podía desaparecer en cualquier instante y chau, nunca más Ana, nunca más manos, nunca más tener las ganas locas de abrazarse para siempre al centro de su cuerpo, al pálido vacío de sus huesos, dijo.
Nos reímos otra vez, porque le faltó el violín entre las manos para ser el perfecto cliché del melodrama. Pero eso que decía lo sentía de verdad, como los lunes y como los otoños. Y supimos entonces de la forzada resignación y de la tristeza, de las noches oscuras en bares y en esquinas, de las drogas y la furia, de cómo perdió en aquel tiempo todo rumbo en el que hubiera creído, y mil historias de huesos y besos que robó con la facilidad de robar algo que no nos importa.
Ana regresó en otoño, un domingo como todos. Fue un regreso suave y silencioso. Lo besó en cualquier parte de la cara en el medio del abrazo que el no pudo evitar darle, y que les dolió tanto a ambos, y no le explicó nada y el tampoco preguntó. No sabemos qué fue lo que le pasó, pero había vuelto a despedirse y no se sacó los guantes por piedad, y esa piedad a él lo golpeaba más que verle las manos, esas manos ya no suyas y en cambio si de otro y que serían siempre perfectas. Porque era otro hombre lo que la alejaba, y eso fue lo único que ella le dijo. No sabemos si mintió o si dijo la verdad porque él no pareció estar muy convencido, pero pudo ser la necesidad de creerla sola y en algún lugar de ella todavía queriéndolo.
“Lo cierto es que se fue” nos dijo tras cerrar los ojos bajo las estrellas. “Y no quise saber donde, ni con quién. Se me fue y yo no pude hacer nada de nada para frenarla, no supe como convencerla de que me quisiera, y debe haber sido porque en verdad no me quería”. Y yo ví su dolor, se lo ví en los ojos, como en las películas. No había visto nunca tanta verdad en los ojos de un amigo y ví sus huesos, cansados, y supe que nos conocíamos ahora tanto que podría contarle de mi vida y de mis días de humedad y de neblinas, y esa noche fue como dar a luz un verdadero amigo, sin querer, sin pensarlo, como pasan las cosas importantes, esas que tiene uno en los huesos, esas cosas que se pierden con el tiempo. Fue lo último que dijo, y me acuerdo que temblaba como un chico asustado. Se le dibujó una sonrisa de sorpresa y pareció arremeterle un halo de alegría, y guardó silencio, al fin, hasta que, al fin, se hizo de día, y nos fuimos cambiados, con los huesos desnudos, y el corazón entre las manos.
No era como nosotros, eso lo teníamos bien claro, y bastante tiempo nos costó comprenderlo. No por ser un ser sobrenatural ni mágico, mucho menos poderoso. Diría que como el resto de los seres humanos como uno no poseía talento alguno. O sea: no nos aventajaba en nada a los demás, salvo por esa fenomenal fuerza en sus convicciones, y la no menos fenomenal cuestión de que fueran estás las más estrambóticas que hubiéramos escuchado. Uf, (respira). Lo vimos en abril la última vez. Sabemos que era abril porque recordamos la insistente recurrencia de los poetas y los músicos hacia el mes de abril, hacia los lunes, hacia el otoño, para ilustrar una sensación, cualquiera que esta fuera, y él como siempre defendió estos vicios con toda su pasión y acabó por convencernos.
Era abril entonces y nos vimos en el río. Teníamos cerveza y cañas de pescar, teníamos además unos veinticuatro años y la vieja sensación de que el futuro no existe que también tenemos hoy. Al atardecer encendimos un fuego tranquilo y bebimos en silencio los seis. No sé como fue que empezó a hablar tiempo después de las mujeres de los huesos grandes, otra vez. Y nos contó la historia de Ana, de cómo la conoció de golpe y repente en el medio de un salto al vacío que no había querido dar, pero ella sí.
Yo la conocí en verano muy poco y lo cierto es que me gustó. No se lo dije porque no nos pareció prudente, lo veíamos demasiado metido. Nos contó de un viaje al medio del hielo en un glaciar, de unas manos que le parecían perfectas, tan perfectas que le daba a veces miedo mirarlas, nos contó muchas cosas y se mezclan en la noche con historias de viejos amigos y de cosas de esas que se pierden con el tiempo.
“Esa mujer, en los huesos no tenía nada” dijo al fin. Y yo pensé que en los huesos uno tiene tantas cosas agarradas al centro mismo de nuestro cuerpo, cosas de esas que se pierden con el tiempo y que están ahí, latiendo, que me parecía demasiado triste, además de imposible, que Ana, la de las manos perfectas como hojas de árbol y que hasta daba miedo mirarlas, no tuviera nada de nada, pero me callé porque además todos rieron cuando lo dijo. El permaneció serio porque algo le dolía, y porque estaba acostumbrado a nuestra risa que tan bien le hacía. Nos dijo la verdad sobre sus huesos, tan profundamente la había conocido. Nos dijo que no eran grandes como habíamos pensado, y ya nos parecía que si tanto le gustaba era porque tan grandes no los tenía (pero lo cierto es que parecían no ser nada chicos y tal vez por eso no la veíamos como ese tipo de chicas que a el podían gustarle). No explicó nada bien lo que pasó. Algo así como que al volver de un viaje, será aquel del hielo, ya no volvió a verla por un tiempo, porque ella desapareció una noche. Que una noche fue a buscarla a la pensión y ya no estaba más, nos dijo. Y no tuvo manera de buscarla. No tenía nada, absolutamente nada en Buenos Aires que no fuera esa pensión, y el dinero que sus padres le mandaban desde no se supo nunca qué pueblo al norte de Santa Fe, que no hubo nunca forma de localizar. Ella podía desaparecer en cualquier instante y chau, nunca más Ana, nunca más manos, nunca más tener las ganas locas de abrazarse para siempre al centro de su cuerpo, al pálido vacío de sus huesos, dijo.
Nos reímos otra vez, porque le faltó el violín entre las manos para ser el perfecto cliché del melodrama. Pero eso que decía lo sentía de verdad, como los lunes y como los otoños. Y supimos entonces de la forzada resignación y de la tristeza, de las noches oscuras en bares y en esquinas, de las drogas y la furia, de cómo perdió en aquel tiempo todo rumbo en el que hubiera creído, y mil historias de huesos y besos que robó con la facilidad de robar algo que no nos importa.
Ana regresó en otoño, un domingo como todos. Fue un regreso suave y silencioso. Lo besó en cualquier parte de la cara en el medio del abrazo que el no pudo evitar darle, y que les dolió tanto a ambos, y no le explicó nada y el tampoco preguntó. No sabemos qué fue lo que le pasó, pero había vuelto a despedirse y no se sacó los guantes por piedad, y esa piedad a él lo golpeaba más que verle las manos, esas manos ya no suyas y en cambio si de otro y que serían siempre perfectas. Porque era otro hombre lo que la alejaba, y eso fue lo único que ella le dijo. No sabemos si mintió o si dijo la verdad porque él no pareció estar muy convencido, pero pudo ser la necesidad de creerla sola y en algún lugar de ella todavía queriéndolo.
“Lo cierto es que se fue” nos dijo tras cerrar los ojos bajo las estrellas. “Y no quise saber donde, ni con quién. Se me fue y yo no pude hacer nada de nada para frenarla, no supe como convencerla de que me quisiera, y debe haber sido porque en verdad no me quería”. Y yo ví su dolor, se lo ví en los ojos, como en las películas. No había visto nunca tanta verdad en los ojos de un amigo y ví sus huesos, cansados, y supe que nos conocíamos ahora tanto que podría contarle de mi vida y de mis días de humedad y de neblinas, y esa noche fue como dar a luz un verdadero amigo, sin querer, sin pensarlo, como pasan las cosas importantes, esas que tiene uno en los huesos, esas cosas que se pierden con el tiempo. Fue lo último que dijo, y me acuerdo que temblaba como un chico asustado. Se le dibujó una sonrisa de sorpresa y pareció arremeterle un halo de alegría, y guardó silencio, al fin, hasta que, al fin, se hizo de día, y nos fuimos cambiados, con los huesos desnudos, y el corazón entre las manos.
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de Edwardo Almereyda. "el libro de los hombres mudos"
4 comentarios:
quiero ese libro
quiero "el libro de los hombres mudos"
cómo hago?
msn?
el mio es el mismo pero con un 85 al final y el hotmail
se lo cambio, amiga, por el disco de esa música tan bonito que usted hace, qué le parece?
trato hecho!!!
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