miércoles, abril 23, 2008

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El que duerme
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Julián sentía cómo su pecho se aplastaba bajo las pesadas sábanas de su cama, sentía unas profundas puntadas en el estómago que lo sacudían una y otra vez. Era insoportable, no podía dormir y le angustiaba comprobar cómo las horas seguían pasando en esa inmovilidad. Un pensamiento lo había desvelado irremediablemente: en esta vida todo, absolutamente todo, acaba por volverse obligatorio. Si pensaba, por ejemplo, en la pintura que había comenzado la mañana anterior, el solo hecho de haberla comenzado, de que Lucía hubiera visto los primeros trazos sobre el lienzo, y el hecho de haber proyectado cómo habría de quedar, lo obligaban ahora a terminarla; debería sentarse en su estudio todas las mañanas siguientes y pintar, forzadamente, hasta acabarla. Un enorme y complejo sistema de relaciones se había puesto en marcha cuando decidió empezarla: Lucía esperaba ansiosa ver su nueva obra, su agente lo llamaría una y otra vez hablándole de galerías y oportunidades, sus amigos le preguntarían por ella y él mismo sentiría una extraña forma de angustia al verla incompleta un día tras otro. “Ni siquiera me importa la pintura” pensó, “ya ni siquiera significa nada para mi”.
La idea comenzaba a obsesionarlo y los pies le traspiraban bajo las cobijas. Todo acto responde a una obligación de algún orden definido: el saludo al portero del edificio, la manera de caminar por la acera, ceder el asiento en el colectivo, incluso los momentos que más dicha le proporcionaban. Pensó que quería salir a la calle en ese mismo momento, completamente desnudo y patear el primer cesto de basura que encontrara, luego gritaría alguna frase indescifrable, tal vez en otro idioma, tal vez simplemente vociferaría vocablos al azar hasta quedar afónico, entonces se recostaría en un cordón y por fin podría dormir.
Reparó en Lucía. Ella dormía suavemente a su lado y sintió el deseo de deslizar su mano a través del contorno de su cuerpo, quería sentir la piel de Lucía, saberla allí. Pero entonces pensó que si llegara ella a despertarse, le tomaría la mano para que él continuara con su caricia, incluso se vería obligado a hacer el amor con ella. La idea lo espantó: desde que le había conocido, jamás había hecho con ella nada que no surgiera de su propia espontaneidad, de su deseo, y había sorteado con éxito los conflictos que esto les había acarreado, pero ahora que vivían juntos hacía ya varios meses, se sentía también obligado hacia ella en formas diversas e insólitas: el solo quería sentir su piel, sentirla allí. Se corrió el pelo de la cara y lanzó un suspiro. Decidió que tenía que salir de allí enseguida.
Despertar a Lucía significaría necesariamente dar explicaciones de por qué salir, incluso podría querer acompañarlo, pero si ella despertaba luego y el no estaba allí se sentiría abandonada y todo se agigantaría estúpidamente. Sonrió con ironía, ya no estaba atrapado en el mundo, sino en su propia cama. Pensó en escribirle una nota y dejarla sobre la almohada, pero ella tenía ya tantas cartas suyas guardadas en cajones que le pareció redundante, agobiante, seguir escribiéndole, de hecho recordó que hacía ya varios meses que no le escribía absolutamente nada. Se quedó inmóvil unos minutos más, pensando en Lucía y en el día de la mudanza: ella lo abrazó por detrás y le besó en el cuello mientras se presentaban al encargado. Le sorprendió aquel beso y lo recordaba ahora como el beso más hermoso que jamás le hubieran dado. Pensó “ella no estaba obligada a hacerlo, de hecho aquel beso estaba casi fuera de lugar” y sonrió. Sin dudas que la amaba totalmente.
De nuevo cayó en la cuenta del tiempo y de sus pies en un incendio, comprobó que apenas si podía respirar y sintió que si seguía allí se moriría. Se deslizó entonces suavemente entre las sábanas y por sobre el cuerpo desnudo de Lucía. Ella flotaba, sin dudas que era hermosa, la mujer más hermosa con la que hubiera dormido. Se vistió en el silencio de sus respiraciones y sin dejar de observarla y, siempre sin dejar de observarla, salió de la habitación abotonándose el sobretodo, ganó el pasillo y el ascensor y entonces comenzó a sentirse algo mejor. Hernández dormía en su escritorio con la televisión encendida, Julián pensó lo fácil que sería darle un susto pero no se sintió con ánimos de bromear con él. Era un hombre muerto, y lo menos que podía hacer por él era dejarlo dormir en paz. En definitiva no importaba si cumplía o no con su trabajo, como no importaba si entraban o no ladrones en el edificio como no importaba si Lucía se despertaba sola en la habitación, pues él ya había salido, eran las tres y el estaba afuera, en la calle, y tenía todo el mundo por delante.

Encendió un cigarrillo, podía fumar dentro de la casa, pero se negaba a hacerlo. Empezó a caminar y muy pronto comprobó que la calle estaba mucho más llena de gente de lo que esperaba. San Telmo suele ser un barrio inexplicable: de repente cientos de personas aparecen y desaparecen sin ninguna explicación coherente, nunca se sabe de donde vienen o hacia donde van. Le pareció bastante estúpido pensar en ello y decidió hacer de cuenta que estaba solo. Alguien lo llamó para pedirle unas monedas o para preguntarle alguna dirección pero el ni siquiera se volvió. Julián siempre había tenido un enorme poder de abstracción y había olvidado ya lo que se sentía separarse totalmente de las personas y de las cosas.

Caminaba solo en un mundo como paralelo, sonreía de tanto en tanto y jugueteaba con las llaves en el bolsillo. No tenía donde ir. Miraba los bares, miraba la gente en los bares y todo parecía como alejado. Algunos comensales lo miraban a través de las vidrieras y se preguntó si tal vez su pijama se asomaba por debajo del sobretodo pero la verdad era que no le importaba en absoluto. Se sintió orgulloso de que lo miraran como a un loco, eso lo hacía sentir libre.
Llegó a la plaza Dorrego y se sentó en un escalón. Observó los hombres y mujeres que dormían en el suelo, arropados con sábanas viejas y mugrientas. Le parecía está habitación a cielo abierto mucho más cálida y confortable que su propia habitación, que la propia espalda de Lucía rozar contra su estómago. Tres adolescentes fumaban algo y tomaban vino en un rincón de la plaza. Sus risas no parecían molestar a los durmientes. Una densidad especial confundía el aire con sus propios pensamientos y Julián se sintió de pronto infinitamente solo en el mundo. Miró hacia arriba, luego hacia su derecha: todo le parecía hermoso, su tristeza lo emocionaba. Encendió otro cigarrillo e increíblemente el sonido de su encendedor despertó a uno de los hombres que dormían al otro lado de la escalera. Se miraron un momento, Julián dio una pitada larga y su cigarrillo brilló con gran intensidad. El hombre se levantó toscamente y se acercó hasta él. Tenía unos cuarenta años y la piel oscura y curtida. Julián pensó que los separaban tantas cosas que en otro momento ni siquiera hubiera podido hablar con él, ni siquiera hubiera sabido qué decirle, sin embargo ahora sentía una enorme necesidad de que este hombre le hablara, de que este hombre le dijera alguna cosa que le significara, a él, algo más que un simple cruce de palabras vacías.
El hombre le pidió un cigarrillo y Julián le dio el último que tenía, luego le pasó el encendedor y el hombre tardó bastante en conseguir prenderlo. Balbuceó algo sobre la policía y sobre los dueños de los bares y se volvió a su lugar como si nada. Julián estaba inmóvil, todo seguía su curso: este hombre debería de haberle dicho algo, lo que fuera, al menos gracias, o debería haberle preguntado qué hacía allí o de donde venía o algo, y sin embargo el hombre no se detuvo ni un segundo en él, y ahora fumaba tranquilamente, acostado entre sus sábanas y cosas.
Julián volvió a sentirse horriblemente solo. El estómago le dolía horriblemente, y no sabía qué hora era ni cuanto tiempo habría pasado desde que salió de su departamento. Había caminado unas diez cuadras, pensó, y el viaje de vuelta se le aparecía interminable. El solo pensar en Lucía despierta, preguntándose adonde habría ido, por qué, qué estaría haciendo, le agitaba la respiración. Se incorporó y metió las manos en los bolsillos, pero no sabía a dónde ir, por lo que se quedó inmóvil, de pie y mirando alrededor con pretendida tranquilidad. En su interior el mundo entero daba vueltas y pensó que iba a desmayarse. Pensó en sus amigos y en sus cuadros, en todo lo que había hecho y en todo lo que dijo que alguna vez haría y comprendió lo fácil que le era olvidarlo todo, lo poco que le importaba en realidad. Pensó en la pintura que empezó por la mañana: “que ellos la terminen por mi, si tanto les preocupa” se dijo. Entonces bostezó. Se sentía cansado, agotado y no lo había notado pero hacía tiempo le costaba mantener los ojos abiertos. El cielo comenzaba a ponerse de color rosado y pensó que debería de dormir un poco finalmente antes que la plaza se llenara de feriantes. Observó una vez más los bultos que dormían en hilera. Ya no podía distinguir al hombre del cigarrillo de los demás, puesto que solo veía frazadas y bolsas, habían desaparecido completamente y bajo sus abrigos Julián no podía imaginar hombres y mujeres reales. Pensó en sus responsabilidades de hombre real y creyó sonreír abiertamente: sentía los hombros libres, los ojos limpios. Luego creyó deslizarse, o más bien se dejó caer toscamente en el suelo y se arrinconó en la base de la escalera, sentía por primera vez el frío de la noche. Cerró los ojos e intentó pensar una vez más en Lucía o en su pintura pero todo, toda Lucía, toda mancha de color y todo Hernández durmiendo en su escritorio le parecieron pedazos de una vida de hace tiempo, hoy desconocidos que se habrían olvidado ya de él. Un acceso de tos lo atacó violentamente, ¿cuándo habría comenzado? sonaba como la tos de un viejo pordiosero, pero así al menos su garganta estaba caliente. Se tapó la boca y le sorprendió notar lo crecida que tenía la barba. Empezaba a dormirse y las voces de los jóvenes al otro lado de la plaza le llegaban como ecos de otro tiempo. Pensó en la última vez que habló con alguien y descubrió que no podía recordarlo. Empezó a reír y escuchó su vieja risa quebrada en el silencio de la plaza. El sueño había llegado al fin y se alivió de no sentir más las puntadas en su estómago. Tan pronto como se quedó en silencio, el mundo se apagó completamente, no pensaría en nada más hasta mañana.

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

leido de untirón mientras escuchaba (sigo escuchando) a Nina Simone.

me gustó la historia.

casualidad que estuviera con esta música al empezar a leer?

buena noche para usted.-

dear prudence - dulcema dijo...

inquietante el final
muy inquietante

buenos días mi amigo.