jueves, octubre 04, 2007

control de plagas




Sobre el pueblo, lo aviones del control de plagas surcaban el cielo y arrojaban más y más incecticida. El mar se tiñó de verde hasta la segunda rompiente por dos días completos. Los insectos de morían. Akira estornudó dos veces esa tarde, y sus hermanos pequeños la observaron en silencio limpiarse la nariz o recorrer la costa y juntar las langostas muertas.

Como resultado de la fumigación, todas las langostas se murieron o volaron lejos, y se calcula también la muerte de 50.000 hormigas, 14.000 orugas, 120.000 escarabajos de arena y sesenta y seis luciérnagas; demasiado. Con las cosechas arruinadas totalmente por la invasión, Lautaro era ahora un muchacho pobre. Con las manos complétamente verdes de arrancar langostas de los árboles junto a sus abuelos, a Laurato le quedaba poco para dar, y lloraba sin consuelo en la escollera, que piadosa acallaba sus gemidos con el impotente romper y romperse de las olas en las rocas. Lautaro lo sabía todo, como continuaría: Akira se quedaría por tres noches más, a esperar que él se volviera un "hombre", levantara a su abuelo de los surcos que quedaron y se subieran juntos, ella y sus hermanos, él y sus abuelos, al primer barco que pasara por el puerto, rumbo a no importaba dónde. Esperaría por tres noches, y si no se iría ella, dejándolo atrás.

Lo que Lautaro no entendía, era que Akira se moría cada vez que amanecía en ese pueblo, en esas dudas, en esas alas que a él no le crecían. Lo que Akira no entendía, era que Lautaro amaba callado, en su mundo privado, donde solo era sagrado el amor que le tenía, y que así la protegía.

Y pasaron los tres días, tres semanas pasaron, y al fin, en el silencio de siempre, ella se despidió de sus ojos verdes, se despidió de su hombre mudo sin tenderle ni la mano, pero deseándolo a su lado.

Ya nunca volvieron a verse. Y una vez al año, cada vez que las cosechas nuevas crecen y las langostas aparecen, Lautaro piensa en la arena que arañó deseando una invasión que destruyera todo alrededor, para que el hambre se llevara a los demás y quedaran tan solo ellos dos. Lautaro piensa y no para de temblar, y el pecho le duele cada año un poco más, en un grito de viento y de carne que no le acaba de salir jamás:
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de edwardo almereyda. "El libro de los hombres mudos"

5 comentarios:

mi dijo...

las cosas que no se dicen, ¿no? ¡que cosa! las cosas que no se dicen, ¿no? y como se puede no decir nada dando vueltas evitando decir las cosas que no se dicen, ¿no?
Pero hay algo que si puedo decir, ¡waw!

Saludos sin palabras, solo reverencias...

Laviga dijo...

Increíble.
Sesenta y seis luciérnagas muertas cuando yo en mi vida sólo vi seis.
En Buenos Aires hacen falta muchas más de esas luces.
Ojalá Macri se avive.

dear prudence - dulcema dijo...

es de una lindura muy clara,
yo no se que decir

(otra vez)

un salido a medias
de la garganta
edwardo:
saludo-feliciitación.

Anónimo dijo...

"lo prometido es deuda"
para una imagen con agua:

mezclo en la ducha
lágrimas que mañana
serán del río

saludos querido, hay dias de tormenta acá, ojalá nos estemos viendo pronto

AlmereydA dijo...

si, es triste que haya tan pocas en buenos aires, yo desde los doce años que no las veo en cantidad ni siquiera en mi casa.

prudence. me has hecho acordar de una canción que dice "cuando no sé qe decir digo adios. cuando no se qué pensar pienso en vos" mi pequeña muerte se llaman los autores, por si quiere oirlos.

vieja amiga querida, si, usted sabe que las aguas suelen mezclarse y es entonces, es entonces cuando todo se nos moja.

moi, amigo, hay algo que le quiero decir y no me animo, are you talking to me? ah?
graciaS